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Relato sobre el acoso escolar por Nerea Vega



Relato sobre el acoso escolar por Nerea Vega de 1º ESO A

-“¡... Te la quedas tú Carlos! Uno, dos y tres…”

Todos iniciamos la carrera en busca de un nuevo escondite. Todos menos Mario que continuaba inmóvil, cabizbajo y serio en aquella zona del patio que no abandonaba nunca.

Mario estaba en la clase con nosotros desde segundo de infantil, según recuerdo, siempre sacaba notas excelentes y se ganó el apodo de “cerebrito”. No había sido nunca un niño excepcionalmente guapo, pero su pelo negro enmarañado, sus ojos celestes protegidos por sus pequeñas gafas y su nariz respingona le daba un aire muy divertido.

Siempre había sido algo extravagante: en otoño le gustaba hacer montañas con las hojas caídas de los árboles ordenándolas de menor a mayor tamaño, y todos caíamos embrujados por su juego.

O sino ¡cuando llovía y organizaba carreras de caracoles! Ja, ja, ja… todo el cole terminaba participando.

Pero, últimamente Mario había cambiado mucho. No jugaba nunca, estaba siempre ausente. Mientras todos corrían buscando un escondite me acerqué a él y le dije: ¡Vamos! ¡O te quedarás sin sitio para ocultarte!

Él me miró con sus ojos envueltos en lágrimas, sus gafas casi se empañan y su pelo caía por sus orejas como si perdiese fuerza.

–“No hay sitio en este colegio donde yo me pueda ocultar para siempre. No hables conmigo o ellos te castigarán…. ¡Corre! ¡Vete!”

No sé muy bien por qué, pero le hice caso y me puse a jugar con el resto como si nada. Pero no me quedé nada tranquila. Las palabras y la actitud de Mario habían creado una gran preocupación en mí. Cuando sonó la sirena todos volvimos a clase. Hoy la seño al fin nos daba las notas de los últimos exámenes realizados.

Como siempre, hubo toda clase de notas: Los repetidores con sus eternos suspensos. Yo había sacado un 7 y un 9 (mamá se pondría contenta), pero lo realmente sorprendente fueron las notas de Mario… ¡un 1 y un 2! Todo el mundo miró hacia su pupitre casi preguntando en silencio: ¿pero qué ha pasado?

La seño le dijo a Mario que al final de la clase se tenía que quedar, que deseaba hablar con él cinco minutos. Los repetidores se reían a carcajadas (pero bueno, estos chicos siempre lo hacían). Ese día decidí esperar a que Mario saliese de hablar con la seño. Mamá siempre llegaba muy justa de tiempo, no se preocuparía si yo salía un poco más tarde.

Esperé en el pasillo y, aunque está mal, intenté “pegar la oreja” un poco. Pero lo único que escuchaba era el llanto apagado de Mario. La seño le preguntaba una y otra vez qué le ocurría, pero no había respuesta, sólo lágrimas apagadas.

Cuando se abrió la puerta de clase, salió muy rápido, casi me mato al intentar alcanzarlo:

- ¡Mario! ¡Mario! Que te estoy esperando.

Frenó un poco el paso para mirarme y me gritó llorando:

-¡Y qué quieres tú ahora! ¿Eh?

Gritó tan fuerte y con tanta rabia que no me lo esperaba y balbuceé…

- Solo quiero ayudarte Mario.

-No puedes ayudarme, nadie puede ayudarme y déjame en paz o te harán también lo mismo.

-¿Qué me harán qué? ¿Quiénes? ¡Mario! ¡Mario!

Demasiado tarde, ya había salido del colegio sin dar oportunidad a más explicaciones.

Esa tarde en casa no podía dejar de pensar en todo lo ocurrido, no se me ocurría cómo el bueno de Mario había cambiado tanto, ni que le podía estar pasando. Recuerdo que fui a la cocina y se lo comenté a mamá, pero estaba tan ocupada con la cena y con mantener entretenido al enano de la casa que no prestó mucha atención.

Al día siguiente el despertador se encargó de recordarme de nuevo que había cole. Y, tras la rutina de cada día, allí estábamos todos formando fila para subir a clase. Como desde hacía semanas ya, Mario ocupaba el último lugar (a pesar de llegar uno de los primeros al colegio), cabizbajo, con sus cordones desatados y su chaqueta mal abrochada. Me pasé varios puestos atrás para estar junto a él, a lo que los engreídos y tontos de la clase gritaron:

-¡Susana y Mario son novios! ¡Susana y Mario se van a casar!

¡Buah! Son odiosos a veces. Pasé de ellos y me coloqué junto a Mario. Él no me hizo mucho caso, subía lentamente, como si cada escalón del cole le condujese a un cruel destino. Las horas de la mañana pasaron rápido y llegó el recreo. Mientras participaba en los juegos buscaba en cada rincón del patio a Mario, tras el ancho árbol donde se solía sentar, por las esquinas… ¡no estaba!

Pregunté a varios chicos y alguien me dijo que lo habían visto ir al baño con los repetidores. De repente me entró una sensación extraña, yo pasaba de esos chulitos, pero al oír aquello, mis piernas se quedaron paralizadas.

Respiré hondo y me fui a los baños. Todo estaba en silencio y parecía que allí no había nadie. De fondo se escuchaba solo el griterío del patio. Estaba a punto de irme cuando distinguí el llanto ahogado de Mario.

-Mario, ¿Qué ocurre? ¡Ábreme, por favor!

-¡Noooo…! ¡Vete! ¡Vete con ellos y déjame!...

No lo pensé siquiera y me colé por debajo de la puerta y, cuando vi a mi amigo se me rompió el alma: su nariz respingona sangraba, se agarraba fuerte su muñeca, su ojo izquierdo comenzaba a ponerse morado, su pelo parecía puro estropajo como si le hubiesen estado restregando su cabeza durante mucho rato. Su gesto de dolor hacía sentir un dolor infinito al más fuerte de los héroes.

Él lloraba en voz baja. Su desconsuelo era tan inmenso que inundaba el baño entero.

En ese mismo instante al fin me di cuenta de todo lo que le estaba pasando a mi amigo. Me sentí muy culpable por no haberme dado cuenta mucho antes. No dije nada, lo abracé y se desplomó en mis brazos. En aquel momento su cuerpo ligero era como si pesara una tonelada. Cuando se calmó ordené como pude su pelo enmarañado, le eché agua fría en su ojo, cada vez más hinchado y lo convencí para ir a secretaría para curar su respingona nariz.

Por el camino le insistía que debía contar todo aquello al dire o a la seño. Él repetía una y otra vez que no, y me hizo jurar que yo tampoco lo contaría. Estaba aterrado, temblaba de miedo.

En secretaría contó que se había resbalado y mientras relataba su falsa historia yo solo sentía pena y desesperación. Mi amigo excéntrico, mi compañero desde segundo de infantil, el que ordena hojas en otoño, el chico de las buenas notas, el mejor organizador de carreras de caracoles lo estaba pasado muy mal y yo no sabía qué hacer para ayudarle.

La mañana pasó lentamente y yo no podía concentrarme. Mario en ningún momento levantó la cabeza, su mirada estaba fija en su pupitre. No abrió su libro ni sacó sus lápices.

Cuando lo miraba, mi corazón se encogía. Sentía rabia, quería levantarme y gritar a aquellos engreídos que eran estúpidos… pero mi cuerpo estaba inmóvil y en mi garganta se había formado un gran nudo. Me di cuenta de que yo era una cobarde. Mi amigo sufría enormemente y yo no hacía nada por ayudarle.

Los días siguientes fueron aún peor para mí. Mario no venía a clase y cada vez que veía su silla vacía más y más culpable me sentía.

Ese día cuando llegué a casa mamá estaba súper ocupada. Desde que mi hermano nació trabajaba muchísimo, pero la miré a los ojos y le dije:

-Mami, necesito hablar contigo de algo muy importante.

Mamá no dudó, pidió a papá que se quedase con mi hermano y se sentó frente a mí. Pacientemente escuchó todo mi relato y conforme avanzaba en mi historia más y más abría los ojos.

Con mamá lloré como hacía tiempo no recordaba, le dije que me sentía estúpida y cobarde por no ayudar a Mario, por no gritar a esos niños que lo dejaran en paz, por permitir que todo aquello ocurriese. Mamá me abrazó fuerte y me sentí de nuevo como un bebé, allí, entre sus brazos me sentía segura y fuerte. Mamá me dijo que era normal que sintiese miedo, que todos los héroes sienten terror y que se hacen héroes cuando lo superan.

- Susana cariño, en ocasiones el camino correcto es el más duro, el que tiene más piedras, pero tomar ese camino, avanzar es lo que te hará crecer como persona. Mario lo está pasando mal y debes ayudarle. ¿Qué te parece si esta tarde vamos a su casa? Puedo llamar a la mamá de Mario ahora mismo…

Le dije que sí, pero sin abandonar el calor de sus brazos, ese calor que me devolvía a mi infancia, dónde todo era mucho más fácil.

Esa misma tarde quedamos con la mamá de Mario y estuvimos en su casa. Cuando la madre de Mario me vio me abrazó llorando, estaba muy preocupada por su hijo y ni imaginaba lo que le ocurría.

Mi mamá y ella se quedaron hablando en el salón y tomando café.

Yo fui al cuarto de Mario. Me lo encontré tumbado en su cama y, al verme, se giró hacia la pared.

No sabía muy bien qué decirle, pero le repetí lo mismo que había dicho mamá sobre lo duro del camino: lo importante es caminar. Le recordé que me encanta ordenar las hojas secas del otoño… y que echo mucho de menos las carreras de caracoles. Mario se giró, me miró a los ojos y tras sus pequeñas gafas pude ver como suplicaba ayuda. Lo abracé lo más fuerte que pude y le dije:

-Eres único y diferente y por eso precisamente eres el mejor. Los chicos que te hacen daño son todos iguales, estúpidos, pero tú, TÚ ERES ESPECIAL.

Pasamos el resto de la tarde jugando y al llegar a casa hablé con casi toda la clase por Whats App. Les puse en antecedentes de todo lo que estaba ocurriendo y, entre todos, se nos ocurrió una brillante idea.

Al día siguiente Mario y yo fuimos juntos a clase. Cuando entramos unidos las risas de los repetidores sonaban estridentes, pero en esta ocasión ya no sentía miedo y Mario ya no miraba al suelo. Toda la clase sabía que pronto esas risas desaparecerían.

Llegó la hora de Educación Física y tal y como teníamos organizado nos colamos en los baños durante unos minutos para rellenar los dispensadores de champú con colorantes de diversos colores. Como era costumbre, ellos entraron en las duchas los primeros, dando codazos al resto de la clase. Mientras, nosotros, retiramos de los banquillos su ropa sudada.

El espectáculo estaba asegurado. Aquellos abusadores tuvieron que salir de las duchas cubiertos sólo por sus toallas y los diferentes colorines de sus cabellos nos mostraban casi un arcoíris de victoria.

Toda la clase reía a carcajadas, incluso Mario lloraba de la risa. Nos dolía la tripa de tanto reír. Todo esto trajo una grave consecuencia. Cuando el profe de Educación Física preguntó por los responsables de aquella imagen, todos fuimos levantando la mano de uno en uno, hasta Mario que alzó su mano firme entre todas las nuestras. Así que allí nos vimos toda la clase en el despacho del dire. Y, en ese momento, fue cuando mi amigo Mario se hizo un héroe.

Relató todo lo que le había ocurrido en los últimos meses: las palizas, los insultos, las veces encerrado en el baño… todo, lo contó absolutamente todo.

El director nos recordó que lo que habíamos hecho estaba mal, pero entendió que lo hicimos por devolver la dignidad a nuestro compañero.

Los niños que durante tanto tiempo le hicieron daño a Mario fueron expulsados durante una semana y se les abrió expediente.

Mi amigo Mario ganó mucha seguridad en sí mismo y ya no se quedaba apartado ni aislado.

Ahora, todos estamos deseando que caigan las primeras gotas, a ver si aparecen los primeros caracoles y podemos organizar la primera gran carrera del año.

Mientras tanto, ¿te vienes a ordenar las hojas secas caídas de menor a mayor tamaño?

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