NO PERDONAMOS A LA MUERTE ENAMORADA
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… (…) como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma…” Lo escribió en “Los heraldos negros” el poeta peruano César Vallejo. En la cumbre de la pirámide de los golpes vitales se encuentra la muerte, la esperada o la sorpresiva; da igual porque nunca estamos preparados para ello. Páginas excelsas de la lírica y la narrativa se han generado ante un repetitivo acontecimiento tan rigurosamente democrático como la muerte. Basta con recordar a Jorge Manrique o a Miguel Hernández. Hacía poco más de un mes que el profesor de Educación Física, Miguel Bermúdez Calzado, había alcanzado la jubilación, voluntariamente decidida. Llegó a ese momento con un equipaje cargado de planes y proyectos para una nueva vida, sin la esclavitud del reloj ni los horarios de las jornadas académicas de un instituto de Secundaria. El pasado miércoles, esta vez sin su consentimiento, con la imposición dictatorial, instalada en la tiranía, de la condición humana, Miguel se marchó apresuradamente, generando el impacto y la incredulidad de cuantos recibieron consternados la noticia. Siempre una muerte es una tragedia que se siente como tal en el ámbito cercano a quien involuntariamente protagoniza la historia. Miguel Bermúdez Calzado era un marbellí que vino al mundo en el mes de junio de 1959. Su madre se puso de parto cuando la pequeña ciudad celebraba la Feria de San Bernabé, cuyo real se instalaba entonces en el Paseo de la Alameda. Dado que el feliz acontecimiento estaba teniendo lugar en el domicilio familiar de la calle Tetuán, los vecinos que pasaban por allí se interesaban por el tránsito del alumbramiento, deseando a la madre, como era de rigor, que tuviese “una horita corta”. El inicio del proceso se inició con los fuegos de artificio de la feria y culminó con la traca final de los festejos. El padre de Miguel era un conocido y eficaz funcionario del Ayuntamiento. Su abuelo materno, don Miguel Calzado, fue un afamado y emprendedor empresario (“industrial”, se decía entonces) que fabricaba en Marbella la “gaseosa calzado”, envasada en unas singulares botellas, hoy objeto de colección. También tenía vínculos familiares con don Mateo Álvarez, quien comercializó hasta los años cincuentas el vino moscatel denominado “El Trapiche”; el trapiche del Prado, que cedería al Ayuntamiento para la construcción de una residencia para ancianos, algo que nunca ha llegado y además con el agravante del estado ruinoso del edificio, importante testimonio de arquitectura industrial. El periodo escolar lo comenzó Miguel en la escuela que existía en la Avenida de Miguel Cano. Más tarde pasó una etapa en un internado de Archidona y finalmente se trasladó para el bachillerato y COU al Instituto Nacional de Bachillerato, actualmente IES Sierra Blanca, y donde transcurrió la mayor parte de su trayectoria profesional. Muy pronto tuvo claro que lo suyo era la actividad deportiva y se marchó a Madrid para estudiar Educación Física. En aquel tiempo esta disciplina era escasamente valorada, se le llamaba popularmente “gimnasia” y las familias la consideraban con poco peso en el currículo, de forma que eran frecuentes expresiones como “ha suspendido hasta la gimnasia”. Generalmente era impartida por el mismo profesor que enseñaba la “Formación del Espíritu Nacional”. En aquellos momentos de la Transición, la consideración de la Educación Física iba a cambiar y gracias a la combativa reivindicación de los estudiantes, pasó a tener la misma importancia que el resto de las licenciaturas. Miguel se mostró muy activo en aquella lucha. Finalizada la carrera, comenzó a trabajar en el colegio San José, de Estepona, donde hizo de todo, prácticamente sin horario, incluso la formación de una especie de coros y danzas. Para estabilizarse laboralmente, decidió opositar para la enseñanza pública, comenzando su andadura en San Pedro Alcántara. A mitad de los años ochenta se trasladó al IES “Sierra Blanca”, donde permaneció hasta el momento de su jubilación al cumplir los sesenta. Quedó inmortalizado en un excelente retrato al óleo que le realizó el pintor Ricardo Alario, para quien posó como modelo en más de una ocasión. Hace una semana, sin que nada lo presagiase, falleció repentinamente. Fue un profesional riguroso, exquisito en su trabajo y en la relación con los alumnos, siempre cercana y cordial, con la ayuda y atención personalizada que cada uno necesitaba y fueron muchos cientos de estudiantes los que pasaron por el magisterio de Miguel. Desde la obligada resignación, le deseamos que descanse en paz, aunque Miguel no se encontraba cansado; todo lo contrario.
Paco Moyano